27 de enero de 2011

¿Me quieres?

Ayer estuve en una conferencia que daba Xavier Oliver, histórico de la publicidad en España que comenzó en BBDO –algo que yo no sabía que era…-. Fue muy sugerente, estimulante, sorprendente –para mí que soy ingeniero civil y no tengo nada que ver con la publicidad y la comunicación- tomé muchas notas y aquí las transcribo por si fueran de vuestro interés.

Comenzó hablando de la evolución del marketing comenzando con el marketing 1.o, en el que se nos vendían cosas que necesitábamos, a las que les dábamos un valor instrumental y a la que, básicamente le preguntábamos ¿qué haces por mí? ¿Para qué me sirves?.

Después llegó el marketing 2.0 en el que se nos vendían –bueno conviene aclarar que dependiendo de las personas, países, los temas …en ocasiones estamos en el 1.0, 2.0, 3.0 que veremos después- cosas que queríamos, que deseábamos, pero que no necesitábamos. En ese momento se apelaba a valores emocionales del producto y le preguntábamos (y, repito, le preguntamos en ocasiones) ¿qué dices de mí?  ¿qué dirán de mí por tenerte, llevarte,…?

Y hemos llegado al marketing 3.0 –quizás mañana estemos en el 4.0 así que escribo rápido este artículo por no quedarme desfasado…-. Somos personas activas, ansiosas, creativas que lo tenemos todo. Ahora el producto no puede ofrecernos valores instrumentales (1.0) ni emocionales (2.0) sino que debe ofrecer (o si quiere “ponernos”) valores centrales, más cercanos a la espiritualidad, a los valores, a la trascendencia. Ahora al producto le preguntamos ¿me quieres? ¿me haces mejor?

Casi nada. Y además manda quien compra y lo deja claro ¿me quieres o no me quieres? ¿No? ¡Pues ahí te quedas¡. Y ¿por qué pasa esto ahora? Dice Xavier que porque somos más libres que nunca. Religión (moral), política (dictadura), tradiciones (la manada) han dejado de condicionarnos. Pasamos de ellas, no nos condicionan, las vemos tan lejos, tan… ¿inservibles?... que las sentimos ajenas a nosotros, porque no tienen nada que ver con nosotros. No nos sentimos partícipes de “eso”.

¿Y qué hacemos?

Nos lo montamos a nuestra manera. Empezamos de cero a construir nuestra identidad porque la que nos venía dada ya no nos sirve.

En la Edad Media (bueno, no tan lejos, en la época de mi abuelo) nuestra identidad estaba perfectamente definida, nuestro papel perfectamente establecido y no había opción de elegir (tu serás… … como tu padre y como fue tu abuelo).

Luego pudimos ya disponer de una identidad más o menos definida en la que, como en los exámenes del cole, teníamos espacios en blanco para rellenar.

Ahora tenemos una hoja en blanco, completamente en blanco para que escribamos lo que queremos ser. Tenemos todo por decidir, todo por elegir. ¡Qué agobio! Elegir, tomar decisiones, yo solo, !con la angustia e incertidumbre que “crea esto de crear”¡ pero para no apurarnos demasiado nos creamos mecanismos de defensa. Dos, muy especialmente: agrupamos decisiones (automatizamos un poco nuestra vida, nos mecanizamos, creamos hábitos,…) y nos autodefendemos quedándonos con lo que nos interesa (le prestamos atención) y “aerodinamizándonos” ante lo que no nos interesa.

Pero seguimos teniendo esa hoja en blanco, con muchos huecos, muchísimos espacios en blanco. ¿Quién nos ayuda a construir nuestra identidad?

Los ideales y las marcas. Eso nos dice Xavier Oliver. Lo de los ideales parece más claro. Así que lo paso.

Pero ¿lo de las marcas? Las marcas ahora nos ayudan a ser… deportistas (Nike, “Just do it”), por ejemplo. 

Por eso nos contaba cómo debemos construir marcas (empresas, servicios, productos, identidades,…-y recalcaba ¡en todos los sectores incluido el de la fabricación de bolsas de basura¡) que influyan en el otro como ser humano, que le ayuden a ser mejor, a ser más sano, a ser más solidario, a ser más ecológico, a ser más…

Y una cosa muy interesante, las empresas, las marcas,… ya no nos engañan. No nos vale con un slogan, un poco de maquillaje. Ahora vemos dentro de la empresa. Y si tiene ideales, si tiene valores que ofrecerme, los detectaré.

Ahora las empresas, marcas, personas,… deben dar y dar para luego recibir y recibir (“cada uno da, lo que recibe; luego recibe lo que da; todo es tan simple, no hay otra norma, nada se pierde, todo se transforma” que canta Jorge Drexler). Deben preguntarse ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Cómo puedo ayudarte (que no lo hagan ya otros, claro)?

Y para ello debe conocer al cliente, pensar que siempre tienen razón, que seguro que estás tu equivocado y que te pones en su piel para mejor ver, sentir lo que necesitan para llenar su hoja blanca. Porque, además, si les conozco, si me meto en sus zapatos, si… .tendré que decirla… si empatizo (palabra que debe aparecer en cualquier artículo o reflexión con aspiraciones de ser moderna) podré darle lo que quiere, ayudarle, cambiarle actitudes, tratarle como se merece, como quiere que le trates, ofrecerle sueños.

Porque las personas 3.o buscan sueños, buscan ideales, buscan razones para vivir y la empresa que no sepa soñar no será capaz de hacer soñar.

¿Sugerente, no? Al menos para mí, ingeniero civil –ingeniero entre los ingenieros, raro entre los raros,…- me ha gustado. Por eso lo comparto. Y porque además, pienso que la alegría que se palpa en #nasf tiene que ver con que estamos compartiendo valores, confianza, ayudándonos a soñar, enseñándonos a soñar, soñando juntos. Y eso tiene futuro. 

8 de enero de 2011

Socrates Siglo IV A.C. - Sócrates Siglo XXI D.C.

SÓCRATES, SIGLO IV AC.

Todo comenzó en Grecia y con un hombre muy especial que hacía
demasiadas preguntas. Concretamente en Atenas, lugar donde por aquel
 entonces nacía una forma de gobierno singular llamada
democracia gracias a la que los atenienses (mujeres y esclavos,
no… eran otros tiempos) para tomar una decisión importante, podían
 exponer sus opiniones antes de votar lo que debía hacerse. Y todo
comenzó, más concretamente de la mano de un preguntón llamado
Sócrates al que le encantaba pasearse por su ciudad natal haciendo
 preguntas a sus paisanos y discutiendo con ellos sus respuestas.

Este buen hombre se hizo famoso por reconocer que en realidad todos
 sus conocimientos eran triviales, útiles para salir del paso, sobrevivir o
 entretenerse pero para poco más y que –éste fue el titular que quedó
 para la posteridad- “yo sólo sé que no se nada” porque consideraba,
no sin razón, que para qué le servía todo lo que sabía si desconocía
 lo más importante: cómo se debía vivir, qué hacer con su propia vida.

Prefería, mientras se sentaba al sol en la ágora, pasar por un ignorante
 absoluto y tomar por grandes sabios a sus interlocutores –cuando
 entonces y dos mil cuatrocientos años después, lo habitual es lo
contrario- y le daba buen resultado pues consideraba que, así, cada día
 sabía más.

Fue conocida su discusión con “el sabio” Calicles al que interpeló sobre
qué era mejor, cometer una injusticia contra otro o padecerla uno mismo.
La respuesta era obvia para el preguntado: es mejor cometer injusticias
 que ser víctima de ellas. Pero Sócrates opinaba lo contrario y pensaba
que si alguien le hacía una fechoría, no por eso él se volvía peor ni
perdía la virtud. Era el otro el que se manchaba. Consideraba que
lo único que estropea nuestra vida son las injusticias y abusos que
cometemos voluntariamente. Todo ello mosqueó profundamente a
Calicles.

Pero no solo a él, sino a muchos otros de los “ciudadanos de bien”
de Atenas que se sentían incómodos con nuestro amigo porque hacía
 dudar de las cosas que siempre se había creído. Porque, entonces y dos
mil cuatrocientos años después, hay gente que está convencida de los
dogmas en que creyeron sus padres y sus abuelos y sus tatarabuelos y
está mal, pero que muy mal, discutirlos y menos cuestionarlos.
Hay que aceptarlos sin más, sin darles más vueltas y enredar como
hacía el bueno de Sócrates.

Hacer preguntas difíciles de contestar y cuestionar lo establecido era
–y sigue siendo- una gran falta de respeto, incluso subersivo. Y, si te
descuidas, te juzgan por ello y, en el peor de los casos, como le ocurrió
al filósofo griego, te matan por ello. En su famoso discurso de defensa
 dijo aquello de que “una vida que no reflexiona ni se examina a sí
misma no merece la pena vivirse”.  

Y es que, eso de preguntarse a sí mismo vale, pero preguntara los demás,
está mal visto. ¿Verdad, Quino?


¿Y esto a qué leches viene? En primer lugar a que leí la historia –Historia 
de la Filosofía sin temblor ni temor; de Fernando Savater- y me gustó y,
en segundo lugar, a que estoy un poco cansado, enfadado más bien,
ante los que, especialmente en estos momentos, nos quejamos de
nuestro destino, echando la culpa a otros, pensando que lo sabemos
todo y que los ignorantes y malos malísimos que nos engañan son
los demás. O lo que es peor, miramos para otro lado, escondiendo la
cabeza bajo tierra para no ver lo que no queremos ver. Y no dedicamos
un solo momento a hacernos preguntas sobre sí mismos.
A pensar qué podemos empezar a hacer para cambiar lo que nos nos
gusta en vez de hacer pucheros.
A soñar.
SÓCRATES, Siglo XXI DC.
Estoy convencido de que Sócrates -siguiendo a P. Saéz y L. Pareras en 
“Capitalismo 2.0. El poder del ciudadano para cambiar el mundo”-
sería hoy un emprendedor social:
Sería alguien molesto por la situación de apatía que le rodea –la
molestia indica que sigues vivo y lleva a la acción y lo que sobran son
 ideas y lo que falta son ganas de ponerlas en marcha-. Estoy seguro
que, de haberlo podido haber hecho, hubiera leído a G.B. Shaw y
hubiera subrayado esa parte que dice que “las personas siempre estamos
acusando a las circunstancias de cómo somos. Yo no creo en las
circunstancias. Las personas que avanzan y crecen día a día en este
mundo son las personas que se levantan por la mañana y buscan las
circunstancias que quieren, pero si no las encuentran, se las crean”.
Sería alguien a quien no le preocuparía el valor económico de sus ideas 
porque  sabría que “cada uno da lo que recibe y luego recibe lo que da”
–Gracias, Jorge Drexler-
Y sería muy poco razonable –y muy incómodo, por algo le dieron ese
 gintonic cargadito de cicuta-. Y ya sabemos la tantas veces repetida
frase de, nuevamente, G.B. Shaw de que "el hombre razonable se adapta
a las condiciones que le rodean mientras que el no razonable adapta su
entorno a él, lo que nos lleva a la conclusión de que el progreso depende
de gente poco razonable".
Sócrates se preguntaba, observaba, experimentaba. Preguntar le permitía 
salirse de las reglas del juego establecidas por el status quo y
considerar nuevas posibilidades. Observar le permitía detectar pequeños
detalles que le sugerían nuevas formas de ver y hacer las cosas. Al
experimentar probaba sin descanso nuevas formas de vivir mejores y
más justas y explorar su mundo.
Por ello, Sócrates hoy, sería alguien a quien, cuando la gente le dijera “no”, 
escucharía “tal vez”, para quién el mundo sería un laboratorio en el que
no quedarse quieto como un mueble sino en el que experimentar
formas de mejorarlo. Me lo imagino preguntándose continuamente
¿Qué pasaría si…? ¿Porqué hago las cosas de esta manera? ¿Qué sentido
tiene que esto sea así?.
Sócrates sería alguien al que le encantaría cuestionar lo establecido –en lo
social, político, cultural, religioso, deportivo (otra religión), televisivo,…-
retando el sentido común y cuestionando lo incuestionable y haciendo
lo imposible (porque, al ser tan ignorante como se creía, no sabría que
era imposible).
Y buscaría rodearse de gente muy diferente (pero también lograría grupos 
muy en su contra) para aprender más, para contaminarse de sus ideas
y puntos de vista, con la que mantener una actitud de
colaboración, transparencia y enriquecimiento mutuo.
Me imagino a Sócrates como a una persona generosa, deseosa de 
compartir su conocimiento y su ignorancia, sus éxitos y sus fracasos,
porque todos son el resultado del esfuerzo y la ilusión de muchas
personas a veces anónimas, le gustaría generar valor más que quedárselo,
generar éxito colectivo más que gloria individual. Y porque además
porque, aunque así se definiera, no era nada tonto y sabría que
 la unión hace la fuerza. 
Me imaginaría a Sócrates...
...  firmando el manifiesto #Nasf (http://nasf.es/manifiesto/) .