(con todo el cariño, para un amigo y maestro, próximo abuelo de un hijo/a de artista)
Señora azul, de vicio criticón, sin dar la talla de profesional.
Señora azul, ¡qué lastima nos das! la mediocridad está en tu corazón.
Tú no puedes apreciar con propiedad el color de la cuestión,
Porque desde la barrera sueles ver toros que no son y que parecen ser
Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán (Señora Azul, 1974)
El éxitoso abogado, el pobre comediante, la señora azul y el inepto censor
Debo reconocer que es uno de los episodios que más me divirtió, no solamente por la parte
cómica que en sí tiene, sino porque en estas dos páginas hace una de las críticas más sutiles
a lo políticamente correcto, a quien decide lo que está bien y lo que está mal. Es una gran
dedicatoria a la vecina del 7º, “al qué dirán”, “a la señora azul de vicio criticón”, a los que
quieren que sus hijos de mayores sean universitarios, abogados de éxito, se casen, tengan
hijos y le inviten a comer los domingos y se adapten a lo establecido mientras que desde
su sillón y apuntando con su mano inquisidora y autosuficiente desprecian a los que toman
otro de los millones de caminos posibles de transitar por esta vida.
No quiero decir que sea malo (si no, estaría haciendo lo contrario que quiero que ocurra)
ser abogado, ingeniero, funcionario,.. tener familia e hijos, invitar a los suegros a comer el
domingo y crecer económica y profesionalmente tal y como uno se merezca (de hecho, reúno
este perfil, soy uno de los que hago eso). Pero sí me parece enfermizo que por serlo y hacerlo,
desde su poltrona, este personaje ideal, al que le va “”FE NO ME NAAAL¡¡ mire con desprecio
a los que hacen tonterías, a los que se tienen ocurrencias, a los que juegan con la vida sin
tomársela demasiado en serio, a los que viven de otra manera.
Esto me trae a la memoria la letra de “Señora Azul”, año 1974, canción de Cánovas, Rodrigo,
Adolfo y Guzmán, dedicada a la censura y los críticos de música que, molestos por esta
inesperada dedicatoria, desde su sillón y con mirada solemne, cuan césares imperiales,
extendieron su brazo y giraron su mano con el pulgar señalando hacia abajo vetando sus canciones.
Curiosamente, después, el tema fue incluido en la lista que publicó la revista Rolling Stone
sobre las mejores canciones españolas de la historia. Su letra hablaba de la censura y
sus famosos tijeretazos. Teniendo en cuenta que cuando se publicó Franco –el marido
de la de los helados, el abuelo de Carmen, la que participa en Mira quien Baila- aún estaba
vivo no queda muy claro cómo al censor de turno se le pudo pasar por alto. Puesto que dicen
que es una de las mejoras canciones de la historia de la música española (a mi me encanta), os
animo a escucharla:
http://www.youtube.com/watch?v=nZ4nRoU_cdA
Señora azul, que sin contemplación, desde la cima de tu dignidad
Vas a imponer tu terca voluntad y con tu opinión medir nuestro criterio.
Señora azul, que ciega la razón, dejas sentir tu olímpico desdén,
Es sugestión tu alarde de saber, tu realidad es sólo confusión.
Tú no puedes apreciar con propiedad el color de la cuestión,
Porque desde la barrera sueles ver toros que no son y que parecen ser.
Señora azul, de vicio criticón, sin dar la talla de profesional.
Señora azul, ¡qué lastima nos das! la mediocridad está en tu corazón.
Tú no puedes apreciar con propiedad el color de la cuestión,
Porque desde la barrera sueles ver toros que no son y que parecen ser
Señora azul, que sin contemplación, desde la cima de tu dignidad
Vas a imponer tu terca voluntad, y con tu opinión medir nuestro criterio.
Señora azul, sabemos tu intención, la frustración que te hace obrar así.
Señora azul, ¡qué lastima nos das! la mediocridad está en tu corazón.
La verdad es que se podría aplicar la letra a muchos personajes actuales y de cualquier tiempo que
creen poseer la verdad suprema e intentar imponerla por encima de todo.
Pero volvamos con Groucho, y este divertido y ácido, acidísimo episodio. Os dejo con él…(sin
cortar una frase, sin censuras salvo las inconscientes de una mala traducción)
“Como estrellas de Broadway, habíamos recorrido un largo camino desde los tiempos en que
éramos niños y vivíamos en Nueva York. Aquella época había sido maravillosa o, por lo menos,
así nos lo parecía desde nuestro punto de vista retrospectivo. Habíamos sido pobres y ni criadas
ni niñeras nos habían molestado. Mi madre hacía el trabajo de la casa y nosotros nos íbamos a la
calle para jugar allí hasta que teníamos hambre. Si uno de nosotros era atropellado, no era más
que mala suerte. No se podía esperar que una mujer cuidara de la casa y al mismo tiempo
mantuviera sus ojos fijos en cinco muchachos.
Tal como te he explicado anteriormente, solíamos jugar al gato y al ratón, a canicas, a ladrones
y policías, al salto de la rana y a todos los demás juegos que se jugaban en las otras calles.
Supongo que esto ocurre en cualquier barrio, pero en nuestra calle había un muchacho llamado
Leonard Dobbin que superaba en todo a los demás chicos. Su superioridad no se limitaba
únicamente a los juegos de orden físico. También era el mejor en los juegos de palabras y
en todos los restantes pasatiempos de orden intelectual que practican los muchachos. Además
de todo esto, su aspecto era muy bueno y conquistaba a la mayor parte de las chicas que
merecían conquistarse.
Leonard siempre había dicho que, cuando se graduara en la escuela superior, iría a la universidad
para estudiar derecho. Todos estábamos convencidos de que, con sus grandes dotes, era
inevitable que algún día se sentara en uno de los tribunales más altos de la nación.
No volví a verlo hasta al cabo de veinte años, cuando estábamos actuando con el
espectáculo “Coconauts”. Una noche, mientras estaba yo en mi camerino quitándome
el bigote postizo y el resto del maquillaje, uno de los conserjes me entregó una tarjeta
de negocios. En ella se leía: «Leonard Dobbin, procurador en leyes».
Hice pasar a Leonard. Habíamos convivido siendo muchachos y todas estas cosas,
de manera que me alegré de verlo. Tenía aspecto de lo que era: un joven abogado.
—He estado en primera fila esta noche, Julius, y te he visto trabajar —dijo Leonard.
En el mundo del espectáculo, una aparición como ésta va seguida normalmente por
«Has estado maravilloso», «Me lo lo he pasado en grande» o bien «Tanto tú como tus hermanos
me habéis hecho reír de verdad». Incluso si hubiera dicho: «El espectáculo ha sido espantoso
y tú has estado horrible», no me habría importado demasiado, pero él se limitaba a estar de
pie allí, mirándome más bien con un aire de compasión.
Yo estaba acalorado y cansado, como la mayoría de los actores cuando el telón cae por
última vez, y su actitud me molestaba. No pude resistir mucho tiempo y finalmente le
pregunté:—Bueno, Leonard, ¿te ha gustado el espectáculo?
Chascó su lengua unas cuantas veces y siguió mirándome. En realidad, no me
miraba a mí, sino que miraba a través de mí. Dado que seguía sin responder, no ví
que hubiera demasiadas posibilidades de éxito siguiendo aquella táctica. Decidí seguir
otro modo de aproximación.
—Bueno, ¿de qué manera te está tratando el mundo? —pregunté—. ¿Qué estás haciendo
actualmente?
—¿No has leído mi tarjeta? —dijo con aire inquisitivo—. Soy abogado. Luego, enderezándose
hasta donde le permitía toda su estatura, añadió:—Soy el socio más joven de una empresa.
Ahora gano cien dólares a la semana, pero me han indicado que el año próximo ganaré
ciento veinticinco.
En aquella época yo ganaba dos mil dólares a la semana, pero no se lo dije. Estaba decidido
a sacarle alguna clase de opinión acerca del espectáculo.—Leonard —insistí—, ¿no te ha
hecho reír nuestro espectáculo? Al fin se dignó decirme:—El hecho es, Julius, que me he reído
mucho. Todo resulta más bien humorístico en conjunto. Pero esto no es lo importante.
Ligeramente enojado, repliqué:—¡Para mí sí que es importante! Este es mi modo de ganarme
la vida. Podría haber añadido: «Y, además, magníficamente bien», pero era demasiado bien
educado.
—Julius —dijo gravemente—, voy a hablarte con franqueza. Convivimos juntos de muchachos
y siempre te he tenido en gran estima. Por eso voy ahora a decirte algo que quizá te va a pesar.
Te he estado observando esta noche. Tienes ya treinta y cinco años y no haces más que
tonterías en el escenario. Te vi en las variedades cuando tenías veinte y entonces no me
preocupó demasiado. Pero cuando veo a un individuo de tu edad saltando por encima de
los muebles, bailando como un loco y diciendo frases irrespetuosas a las mujeres que trabajan
en el espectáculo, siento un gran pesar. Tienes una mente despejada. ¿Por qué no te dedicas a
algo que sea útil? No eres muy mayor. Todavía podrías ser un hombre de negocios, un médico
o quizás... incluso abogado. ¿No sería mejor esto que montar un espectáculo para miles de
personas que son desconocidas?
—Leonard —le dije—, no puedo explicarte lo que estas palabras que acabas de decirme
han representado para mí. Tan pronto como acabe la temporada teatral, voy a seguir tu
consejo: dejar el teatro y buscar un empleo. ¡Cien dólares a la semana sería algo magnífico para mí!
—Bueno —hizo una pausa con aire reflexivo—, ya comprenderás que no se puede empezar ganando
cien dólares a la semana. Es mucho dinero, Julius. Sin embargo, creo que tienes talento y detesto ver
cómo lo desperdicias por este camino. Piensa en todo esto.
—Estoy muy contento de habernos vuelto a ver aquí esta noche —dije yo—. Esta pequeña
conversación que hemos tenido ha sido para mí una inspiración. Luego le estreché la mano
con fuerza y se marchó.
Pasaron dos años antes de volver a encontrarnos. Representábamos entonces
“Animal crackers”. Yo ganaba tres mil dólares a la semana y acabábamos de firmar
un contrato con la Paramount para hacer cinco películas por un millón y medio. Con
el contrato cinematográfico y el salario que percibía por “Animal crackers” ganaba
cerca de seis mil dólares a la semana…. … Hacia el cuarto mes de representación, se
presentó nuestro amigo el señor Dobbin. El conserje me entregó de nuevo su tarjeta.
Esta vez las letras estaban impresas con caracteres dorados.
Al entrar en mi camerino, intercambiamos los saludos normales y yo permanecí sentado,
esperando otra vez algunas frases halagadoras. Tendría que haberlo conocido mejor.
—Bueno, Leonard —empecé diciendo—, ¿te ha gustado el espectáculo? (Había decidido ir al
grano en esta ocasión.) Me miró con aire apesadumbrado. —Julius, me has decepcionado.
Cuando nos separamos hace dos años, me quedé bajo la impresión de que ibas a seguir mi
consejo y de que abandonarías el mundo del espectáculo, pero esta noche he estado observándote
en primera fila y sigues haciendo todavía las mismas cosas estúpidas y ridículas que hacías antes.
—Bueno, pero, ¿no son divertidas? —pregunté—. ¿No has oído cómo el público se desternillaba
de risa? —Sí, lo he oído —admitió—. E incluso yo me he reído en una o dos ocasiones durante el
espectáculo. Pero ahora tienes treinta y siete años. ¿No te molesta a tu edad actuar como si fueras
un mentecato y aparecer ante el público haciendo el estúpido?
Aquello empezaba a sonar como un disco rayado. —Leonard —dije—, olvidemos esto.
Entonces abordé su tema preferido. —¿Cómo te van las cosas ahora? —Tengo noticias
para ti —alardeó—. No he conseguido los veinticinco dólares de aumento que esperaba.
En lugar de esto, ¡he obtenido un aumento de decincuenta dólares! Y —prosiguió diciendo—
no pasará mucho tiempo antes de que gane doscientos dólares a la semana. ¡Imagínate! ¡A mi edad, ganar doscientos a la semana!
Siendo un hombre amable y cortés, no tuve corazón para mencionar los seis mil que yo ganaba a
la semana. Me limité a seguir sentado allí y a dejar que se explayara. Exceptuando unas cuantas
frases todavía más ampulosas, me soltó el mismo sermón de dos años atrás. Cuando acabó de
soltar su discurso, le dije: —Leonard, ¡me has convencido! Esta es mi despedida del teatro. Un
individuo que a tu edad puede ganar ciento cincuenta dólares a la semana hace que me dé cuenta
de lo estúpido que es mi camino. Eres un brillante ejemplo de la joven América en marcha y
An ima les locos será mi canto de cisne en el teatro.
No volví a ver a Leonard hasta al cabo de diez años. En aquella época, nuestras películas se
proyectaban en todo el mundo, tenía dinero en tres bancos distintos y poseía un abrigo de vicuña
y dos Cadillacs. Era el domingo de Pascua en la Quinta Avenida. Leonard Dobbin llevaba un sombrero
flexible, un traje oscuro y ajustado y un bastón. Iba acompañado además por una mujer de aspecto
sumamente gusarapiento y dos mocosos de cara triste y desdichada. Nos saludamos. Luego, con
su tacto acostumbrado, empezó de nuevo su sermón. —Me has decepcionado por completo, Julius.
Me dijiste que ibas a abandonar la escena.
Sonreí cortésmente.—Lo hice, Leonard. Ahora trabajo en el cine.
—Bueno —replicó encogiéndose de hombros—, supongo que serás siempre un payaso.
Realmente, es una vergüenza. Podrías haber sido una persona respetable. Habrías sido un
buen abogado. No valía la pena seguir hablando de ello, de manera que le dije: —¿Y cómo te
van a ti las cosas, Leonard?
Su rostro se iluminó como si hubiera puesto en funcionamiento una máquina tragaperras.
—No vas a creerlo, Julius, pero me han hecho uno de los socios principales de la empresa.
El año pasado, incluyendo las comisiones, ¡gané nada menos que dieciocho mil dólares!
No quise echarle a perder su paseo pascual diciéndole que, entre mi sueldo en el cine y
mi salario en el teatro, yo también ganaba cerca de dieciocho mil. La única diferencia estaba en
que yo ganaba esta suma cincuenta y dos veces al año. Me limité a despedirme de aquel pichón
bobalicón y engreído, de su vulgar familia y de sus consejos, para seguir paseando por la avenida.
Estoy seguro de que hasta el día de hoy sigue estando convencido de que mi vida ha
sido un absoluto fracaso y la suya un gran éxito”
Gracias amigo Groucho, fantástico¡
Dnl
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Cuéntame que te ha parecido, ¿vale?